Azul by Rubén Darío

Azul by Rubén Darío

autor:Rubén Darío
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Otros
publicado: 1890-01-01T00:00:00+00:00


Berta empezó a entristecerse en tanto que sus ojos llameantes se rodeaban de ojeras melancólicas.

EL PALACIO DEL SOL

vosotras, madres de las muchachas anémicas, va esta historia, la historia de Berta, la niña de los ojos color de aceituna, fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.

Ya veréis, sanas y respetables señoras, que hay algo mejor que el arsénico y el hierro para encender la púrpura de las lindas mejillas virginales; y que es preciso abrir la puerta de su jaula a vuestras avecitas encantadoras, sobre todo, cuando llega el tiempo de la primavera y hay ardor en las venas y en las savias, y mil átomos de sol abejean en los jardines, como un enjambre de oro sobre las rosas entreabiertas.

Cumplidos sus quince años, Berta empezó a entristecerse en tanto que sus ojos llameantes se rodeaban de ojeras melancólicas. —Berta, te he comprado dos muñecas… —No las quiero, mamá… —He hecho traer los Nocturnos… —Me duelen los dedos, mamá… —Entonces… —Estoy triste, mamá… —Pues que se llame al doctor.

Y llegaron las antiparras de arcos de carey, los guantes negros, la calva ilustre y el cruzado levitón.

Ello era natural… El desarrollo… la edad… Síntomas claros, falta de apetito, algo como una opresión en el pecho, tristeza, punzadas a veces en las sienes, palpitación… Ya sabéis; dad a vuestra niña glóbulos de ácido arsenioso, luego duchas. El tratamiento… Y empezó a curar su melancolía, con glóbulos y duchas, al comenzar la primavera, Berta, la niña de los ojos color de aceituna, que llegó a estar fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.

* * *

A pesar de todo, las ojeras persistieron, la tristeza continuó, y Berta, pálida como un precioso marfil, llegó un día a las puertas de la muerte.

Todos lloraban por ella en el palacio, y la sana y sentimental mamá hubo de pensar en las palmas blancas del ataúd de las doncellas. Hasta que una mañana la lánguida anémica bajó al jardín, sola, y siempre con su vaga atonía melancólica, a la hora en que el alba ríe. Suspirando erraba sin rumbo, aquí, allá; y las flores estaban tristes de verla. Se apoyó en el zócalo de un fauno soberbio y bizarro, que húmedos de rocío sus cabellos de mármol, bañaba en luz su torso espléndido y desnudo. Vio un lirio que erguía al azul la pureza de su cáliz blanco, y estiró la mano para cogerlo. No bien había… —Sí, un cuento de hadas, señoras mías, pero ya veréis sus aplicaciones en una querida realidad; —no bien había tocado el cáliz de la flor, cuando de él surgió de súbito un hada, en su carro áureo y diminuto, vestida de hilos brillantísimos e impalpables, con su aderezo de rocío, su diadema de perlas y su varita de plata.

¿Creéis que Berta se amedrantó? Nada de eso. Batió palmas alegre, se reanimó como por encanto, y dijo al hada: —¿Tú eres la que me quieres tanto en sueños? —Sube —respondió el hada.



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